sábado, 25 de junio de 2011

El juego de las palabras: flexibilidad o desregulación.


La crisis económica no está teniendo sólo consecuencias económicas, en el abismo de la necesidad prenden también con fuerza las ideas. Parapetados en propuestas salvíficas, se comparten conceptos que quieren apresurar nuevos tiempos sociales.

Aprovechar el momento, no perder las oportunidades, se ha convertido en el epicentro de todos los debates. Se enredan las palabras, se transmutan para ocultarse, se reinventan en nuevas bibliotecas borgianas. La flexibilidad como elemento de reconquista de los <buenos tiempos> se alza como bandería inexpugnable, todo se arregla con la metáfora de la flexibilidad. Y este juego semántico permeabiliza las estructuras sociales hacia una sociedad líquida (sin solidez).

Toda sociedad necesita de estructuras sólidas de cohesión, de normas de convivencia que argamasen la individualidad para colectivizarla. Las normas, las leyes, las costumbres, la fuerza, son instrumentos utilizados en el devenir histórico para construir sociedades. La sociedad europea se ha construido en los últimos siglos con el trabajo como elemento configurador de nuestras estructuras sociales. El trabajo que nos eleva sobre la naturaleza, el trabajo como sinónimo de humanidad, el trabajo creador. Pero para que este <trabajo> adquiera la condición de sustancia social fue necesario dotarlo de algunos abalorios. El contrato da calidad al trabajo, la norma que regula las condiciones del mismo y las contraprestaciones es la que permite pasar del castigo divino a la vertebración de un escenario de acuerdos y de validación de una sociedad que fundamenta su solidaridad en la producción, en la convivencia pacífica del capital y el trabajo, convirtiendo a estos en complementarios.

Este eje alcanza tal grado de dignificación que la propia ciudadanía encontrará su máxima expresión en el trabajo, en la conversión en trabajador. Alrededor de esto se construyen derechos políticos y sociales. El trabajo el da acceso al voto, a la pensión, a la sanidad, a las prestaciones sociales, ... Durante tiempo trabajar ha sido una referencia incuestionable para formar parte de la sociedad de pleno derecho. Por ello, la búsqueda del pleno empleo va más allá de una mera redistribución económica, y se convierte en la búsqueda de una ciudadanía garantizada. Quienes están fuera del trabajo asalariado, normativizado y reglamentado, pierden valor de ciudadanos, quienes adquieren la condición de trabajadores precarios se convierten en ciudadanos precarios. De ahí la obsesión por la activación de quienes se encuentran fuera del mercado de trabajo, de ahí la vinculación de los procesos de integración social a la inserción laboral. La demanda de un trabajo estable, seguro y con derechos se funde con la demanda de una ciudadanía plena.

Así, la exigencia de <flexibilidad> de algunos grupos empresariales es la exigencia de la construcción de una doble ciudadanía, o una ciudadanía de dos velocidades.

Detrás de esta demanda se oculta una gran mentira, no necesitan flexibilidad interna puesto que ya la tienen, empresas de trabajo temporal, empresas multiservicios, contratos a la carta, despidos a la carta. Su insaciabilidad les lleva a exigir una flexibilidad externa drástica: el derecho a contratar y a despedir a su libre albedrío y sin costes, aún a riesgo, o quizás por ello, de laminar todos los derechos laborales. El objetivo no es el mantenimiento de la empresa sino la maximización de beneficios a costa del mundo del trabajo. Pero lo hacen con la inteligencia de prostituir las palabras, la flexibilidad es la palabra moda en las postmodernidad y a ella se arrojan para describir una brutal desregulación de las relaciones laborales. Una desregulación que arrasará con derechos sociales y con derechos ciudadanos.

El impacto de esta crisis les ha llevado a la conclusión de que no es necesario modificar su modelo productivo, ni poner orden en la selva, que lo que es necesario es domar (dominar) a quienes no forman parte de su lobby. Además, reconvertidos en sujetos de primera magnitud social, por mor de la decadencia de la política, avanzan con paso firme hacia la destrucción de las relaciones sociales.

Destruir el tejido social tendrá funestas consecuencias que, parece no importar, nos aboca a un escenario de desigualdad y de descohesión social profunda.

Si el trabajo deja de ser elemento vertebrador de la ciudadanía, convertido en harapos su entramado contractual, sólo queda revertir la situación y resituar la ciudadanía sobre nuevos valores. Pero una ciudadanía plena, fundada sobre un nuevo pacto social, exigirá nuevas políticas sociales y fiscales, exigirá gobiernos más interrelacionados con las personas y más fuertes económicamente para garantizar derechos; gobiernos y sociedades más exigentes con los mercados y con sus responsabilidades sociales.

Cuando nuestros empresarios miran al <norte> buscando flexibilidad, que no obvien el coste económico que la misma supone y que piensen como van a garantizar un salario ciudadano que permita que la sociedad siga existiendo. Si no es así, abisman una nueva sociedad rota y confrontada que acabará pasándoles factura.